No todo es abstracción, vanguardia o arte conceptual en los tiempos de la revolución digital. Hay aún artistas que se sienten cómodos en disciplinas de tradición milenaria, como es la de la acuarela, y a los que nos les importa seguir la estela de los maestros con los que comparten sensibilidad y mirada. Y existen galerías asturianas que aún abren sus espacios a una pintura que, sin aspirar a la ruptura, quiere proclamar más bien una honesta escuela para la que aún cuenta la renovación de las viejas técnicas.

Es el caso de la sala gijonesa Van Dyck, que inaugura hoy (20:00 horas) una exposición con obra del acuarelista toledano (1953) Juan Díaz, autor de innegable talento y acendrado pincel, en el que brillan especialmente esos valores que tienen que ver con una visión compartida de los medios de expresión, pero desde la voluntad de añadir alguna articulación propia, una visión particular, esa impronta que hace de él un artista y no en un mero seguidor o un aplicado imitador.

Ahí esta, claro, el interés de esta nueva muestra de Juan Díaz, autor que está en posesión del Premio Nacional de Acuarela de 1990 y cuya obra figura en diferentes museos y colecciones privadas europeos. Ha participado, además, en ferias tan importantes como las de ARCO, en Madrid, o las de ARTEBO, en Bogotá, y Art New York. Prolonga una carrera de más de cuarenta años durante los que ha expuesto en salas de distintos países europeos y americanos. Juan Díaz es un acuarelista complejo, de gran sutileza compositiva, y en el que el papel y los colores diluidos en agua (la acuarela) sirven al propósito estéticamente complejo de producir la emoción a partir de un paisaje. Como los grandes paisajistas, de Turner a Caspar David Friedrich, el acuarelista casi siempre ve en el paisaje y en sus valores cromáticos un estado del alma. Sus nieblas, sus luces difuminadas, las transparencias, el agua y el cielo, las arenas y la nieve, las gradaciones de los colores, trasladan al ojo que contempla una intensidad melancólica a veces, lírica casi siempre.

Esta exposición en Van Dyck, titulada sencillamente «Pinturas» (permanecerá en Menéndez Valdés, 21, hasta el próximo 9 de abril), incluye marinas (varias gijonesas y asturianas), lugares venecianos o una extraordinaria serie dedicada a paisajes quirosanos y del valle del Huerna, mi preferida. Se revela en estas últimas piezas un pintor de pincelada amplia, que se olvida en ocasiones de la figuración, y de una indagación metafísica que le emparenta con las escuelas del romanticismo nórdico. Son todo acuarelas, de pequeño y gran formato, alguna enrollada en tubos de metracrilato, con lo que la pieza adquiere algo de escultórico. Y hay, también, un óleo sobre papel («Nocturno-diurno) de gran fuerza expresiva.