Elena FERNÁNDEZ-PELLO

«Iré a Barcelona y seré actor». Así se despidió Carlos Martínez de sus amigos cuando en 1966, con 11 años, emigró con su familia, abandonando su Pravia natal. Lo consiguió, pero en aquel entonces se imaginaba declamando sobre un escenario, no sumido en un absoluto silencio. Por naturaleza era «un gran hablador» y lo sigue siendo. «Mi padre tenía que decirme: "Carlos, cállate", y ahí comenzó el mimo». Y poco a poco, sin proponérselo, Carlos Martínez lleva treinta años «vendiendo silencio en un mundo de sonidos».

El actor ha puesto palabras a sus muecas, las ha reunido en un libro, «Desde el camerino. Reflexiones sobre el (silencioso) arte del mimo», y ayer, en la librería Cervantes, las ofreció al público. «Detrás del silencio hay muchas palabras. Yo soy un traductor: cojo una palabra y la traduzco al lenguaje de los gestos», afirma. El acto literario, con el escritor y articulista de LA NUEVA ESPAÑA Pepe Monteserín ejerciendo de introductor, se celebró a media tarde, y por la noche el mimo praviano amenizó la cena en el Blanco Satén, con su espectáculo «Mimologos».

Martínez llegó a Barcelona a mediados de los sesenta y allí continúa, aunque viajando sin parar por toda Europa. En la Ciudad Condal, apenas adolescente, se apuntó a una compañía aficionada y así, cuenta, «descubrí el encanto de estar frente al público». Se matriculó en la escuela de teatro y estudió mimo como una asignatura más que, admite, por entonces le interesaba más bien poco: «No me gustaba, era sólo técnica -tocar las paredes, subir una escalera, tirar de una cuerda...-. Yo quería contar una historia, contar, contar...».

Las virtudes del gesto sobre la palabra acabaron por serle reveladas. «En una de mis primeras actuaciones, en un congreso internacional en Manila, había más de cien traductores trabajando y cuando yo salí a actuar no tenían nada que traducir. Me di cuenta de que yo era un actor hablando todos los idiomas del mundo. Gracias al mimo soy un actor universal», refiere.

Así fue como decidió dedicarse a contar historias sin palabras ni decorados, con una escalera o un reloj de bolsillo como protagonistas o sobre el revoloteo de una mariposa. «Siempre algo que habla de la libertad del ser humano y de ser humano», comenta. Martínez es un firme defensor de los sueños. «Traduje la Declaración de Derechos Humanos al mimo (un espectáculo que representó en el teatro Filarmónica hace dos años en un evento de Amnistía Internacional) y siempre pienso que entre los treinta falta uno: el derecho a soñar».

El sábado pasado en Suiza estrenó su último espectáculo, «Espejismo», que conecta con el contenido del libro que ayer presentó en Oviedo, que recoge sus pensamientos y algunas anécdotas por los camerinos de medio mundo. «La gente conoce al actor sobre el escenario, no en el camerino. Ése es un espacio casi secreto, sagrado. Todos en la vida necesitamos un camerino. Nadie sale de casa sin mirarse al espejo», argumenta. La hora que pasa ante el espejo, maquillándose, es para él una hora de reflexión. Y esa careta con la que cubre su rostro, explica, «es el micrófono del gesto. Con el maquillaje la gente puede ver mejor mis gestos y no tengo que sobreactuar». Constituye también un homenaje a los mimos clásicos: Marcel Marceu, Pierrot e incluso la Comedia del Arte.

Con su expresividad corporal ha versionado incluso algunos episodios de la Biblia. ¿Un tema controvertido? No, responde. «La clave es siempre tener respeto», sostiene, y eso le da pie a desvelar su filosofía de vida: «Respeto, ser honesto y no perder el sentido del humor».

Su identidad y sus recuerdos infantiles le acompañan en sus viajes. Cuenta cómo, cuando presenta sus espectáculos en los países nórdicos, el público se extraña de que al abrir una ventana para apoyarse en un alféizar imaginario, las hojas se desplacen hacia el interior. «Es que en Pravia, las ventanas se abrían hacia dentro, así que yo contesto: es que soy asturiano y abrimos las ventanas hacia adentro». Cuenta que en sus inicios, cuando salía de viaje, llevaba en la maleta jabones de Heno de Pravia, que le ayudaban a explicar de dónde procedía. «Un artista siempre deja plasmado algo de sus raíces en su arte», comenta.

El mimo praviano reside en Barcelona, pasa buena parte del año en Stuttgart, Alemania, y su agencia artística está en Suiza. «Vivo en Barcelona y presumo de vivir en Barcelona, pero la tierrina siempre me acompaña», señala.

Desde Cataluña, viajando por toda Europa, se ha hecho con una corte de seguidores, un público que le espera cuando acude a su país. Apenas ha trabajado en España, porque desde Suiza su agencia no tiene fácil acceso al circuito comercial nacional no porque el mimo no sea del gusto de los españoles, puntualiza, porque, advierte, «todos somos mimos. Un mimo es un imitador y el ser humano es un imitador por naturaleza».