Javier NEIRA

Joaquín Lázaro, maestro de capilla de la catedral de Oviedo entre 1781 y 1786, resucitó ayer musicalmente en la gran basílica de la capital asturiana con el concierto que ofreció «Forma Antiqva», que incluía seis piezas del compositor turolense. Y es que, según rezaba el programa de mano, se trataba de una «recuperación histórica, estreno en tiempos modernos». El peso de la velada recayó sobre la soprano María Espada ya que las obras reestrenadas eran para tiple e instrumentos. Al frente del conjunto, el maestro Aarón Zapico llenó el templo de una música de calidad y con medida ejecución. El programa incluía obras de Vivaldi y Telemann, y ciertamente se vio que la música de Lázaro está a su altura, que es máxima.

Abrió la sesión una obertura de Vivaldi. Después «A Eulalia dichosa», de Lázaro, con gran formato y sentido dramático. El músico turolense, contemporáneo de Mozart, muestra en sus composiciones -ayer se vio- una clara distancia respecto a Vivaldi y Telemann, apenas anteriores cronológicamente.

Después, Telemann, con destacada intervención del flautista Guillermo Peñalver, y de nuevo dos piezas de Lázaro para lucimiento de Espada, que hace sólo unos días triunfó en la ópera «Dido y Eneas» ofrecida en el Auditorio. Cuando empezaba a rodar el balón en el Bernabeu -el fútbol no restó público al concierto- «Forma Antiqva» atacó los cuatro movimientos de un concierto de Telemann y después «El soberano Dios» de Lázaro que al final sirvió como propina.

De nuevo una pieza de Telemann y, como contraste, del que siempre salió airoso el maestro de capilla, otra aria de Lázaro, «Noche preciosa, clara y divina», con marcado carácter civil y que, como las piezas anteriores, fue muy ovacionada por el público.