Sigue conservando ese toque y esa distinción, con una estética peculiar y espléndida, que han hecho de esta versión de Batman la más notable y creativa hasta ahora de Hollywood, pero es una realidad que este final de la trilogía de Christopher Nolan está por debajo de las dos partes previas. Algo, por otra parte, comprensible teniendo en cuenta que el filón se ha estirado demasiado y que ello ha obligado a repetir algunos elementos y a forzar en extremo las cosas.

Eso y, por supuesto, un desmedido metraje de 164 minutos que es su principal enemigo y que es culpable de algunos sensibles altibajos que se dejan sentir mediada la proyección y de los que, por fortuna, la cinta acaba recuperándose.

En cualquier caso, este epílogo no empaña un proyecto global interesante y a menudo brillante y, sobre todo, renovador que contribuirá a mitificar aun más si cabe a uno de los mitos por antonomasia del cómic. Y a elevar, también, el prestigio de un realizador que se sitúa en la vanguardia del cine norteamericano.

Lo más sorprendente, sin duda, de esta aventura del Caballero Oscuro es la secuencia inicial, que tiene por escenario el aire a pleno día y que se desarrolla a bordo de dos aviones, una sobredosis de acción que encaja mucho mejor en los parámetros del cine de James Bond. Es la mejor forma de presentar al personaje del villano, el líder de un grupo terrorista llamado Bane, y de dar paso al eterno paisaje urbano de Gotham, marcado por la oscuridad y las sombras de la noche.

La historia comienza ocho años después de que finalizara la entrega anterior, que vimos en 2008, y nos pone en contacto con un Bruce Wayne jubilado, por así decirlo, que ha perdido a la mujer de su vida y que vive aislado en su mansión, con la única compañía de su fiel Alfred, porque ya nadie en una ciudad aparentemente pacífica le necesita.