Sigue las mismas pautas que sus películas anteriores, especialmente Borat y Bruno, hilvanando una sucesión ininterrumpida de situaciones marcadas por la irreverencia, la sátira, la burla despiadada y el humor de groseros tintes sexuales. Un menú que no satisface plenamente, porque en él cabe de todo y no siempre provoca el humor, pero que es cierto que revela en ocasiones ingenio y una innegable capacidad crítica. Es más, la secuencia del discurso político final, en la que el dictador enumera los graves defectos de la democracia, resulta especialmente brillante y dice mucho de los vicios y taras de la sociedad capitalista norteamericana.

Hasta llegar ahí, en un recorrido de apenas 83 minutos, el camino es a veces tortuoso y con esa tendencia al desmadre generalizado que tanto apasiona al actor. Larry Charles, el mismo director de su obra precedente, vuelve a firmar un largometraje nacido bajo los mismos presupuestos. Convertido en dictador del estado africano de Wadiya, recreado en Sevilla, cuando apenas ha cumplido 6 años, desde que muere su padre en un desgraciado y pintoresco accidente, el Almirante General Aladeen ha vivido de espaldas al mundo, sirviéndose de sus yacimientos petrolíferos para satisfacer sus caprichosos deseos y mantener un régimen casi medieval.

Hasta que Occidente comienza a meter sus narices en el país y tiene lugar un atentado fallido contra su persona. Es el momento, siguiendo los consejos de su tío, el siniestro jefe de la policía secreta Tamir, de acudir a la ONU y pronunciar un discurso que permita lavar la cara a un feudo asociado a los movimientos terroristas de Al Qaeda y acólitos. Con este preámbulo se abre paso a la parte más elaborada, por así decirlo, de la cinta, la que transcurre en Nueva York y permite a Baron Cohen incorporar un nuevo personaje, un doble del dictador que acaba haciéndose pasar por él cuando el verdadero se ve envuelto en una insólita aventura.