Ha significado un cambio de rumbo considerable del cine de animación japonés y supone el abandono, por lo menos momentáneo, del tradicional largometraje de dibujos animados, en los que el cine nipón ejerce un magisterio internacional indiscutible, para ensayar con ambiciones el de 2 dimensiones.

La fórmula técnica utilizada ha sido ejemplar y el resultado, en líneas generales, es satisfactorio, con un tratamiento muy elaborado del diseño de personajes y un argumento que exalta los valores de la amistad por encima de todo.

El gran éxito que obtuvo en las pantallas japonesas permite alumbrar un futuro prometedor en este campo. Titulada en el original Rudolf, el gato negro, cambiado a última hora en España por discutibles criterios comerciales, esta es una historia que nos introduce en el hábitat de estos pequeños felinos que podría tener como modelo Los aristogatos de Disney.

Su mayor virtud reside, por un lado, en que ha sabido diseñar a estas mascotas con toques de simpatía y con un ligero sentido del humor que prende entre el público menudo. Por otro, en los esmerados fondos con la arquitectura japonesa como decorado.

El pequeño protagonista es ejemplar al respecto, con un Rudolf que es todavía muy pequeño y que trata de encontrar un sitio en su mundo. Vive en la prefectura de Gifu, pero el abandono de su propietaria y un descuido mientras jugaba en el interior de un camión ha acabado con él en las afueras de Tokio. Para él, es una situación difícil porque no sabe desenvolverse en el seno de una gran ciudad, aunque logrará afianzarse en estos ghettos gracias a su buena disposición y especialmente a su relación con Tengounmontón, como le llama Rudolf. Es un gato con infinidad de nombres, desde Solitario hasta Rayado y Tigre, que se convierte en su maestro y que le abre los ojos a la realidad de la vida. Para Rudolf es fundamental convertirse en un adulto y saber leer para poder reencontrarse con su dueña, que vuelve desde Estados Unidos.