La falta de recursos agudiza el ingenio, y para prueba, un botón. Un grupo de amigos, una cámara y una cueva son los únicos elementos que necesita Alfredo Montero para armar una película (más que) solvente de terror.

La cueva entronca en su aspecto formal con el cine de género que le es coetáneo (de la moda de los found footage como REC o Monstruoso hereda la acción filmada por los propios protagonistas) y de la experiencia de Rodrigo Cortés con Enterrado aprendió la importancia del lugar para generar tensión y claustrofobia en el espectador.

Si a todo esto le sumamos algunos aspectos de psicología y dinámicas de grupo, extraídos de filmes como ¡Viven! o Cube, el resultado es un cóctel explosivo, nada apto para estómagos sensibles.