Es posible que haya ganado en espectacularidad, entre otras cosas porque nos llega por vez primera en versión 3-D, pero lo que sí es evidente es que ha perdido en capacidad de diversión y en brillantez. Son las consecuencias lógicas de prolongar de forma exagerada una película y hacer de ella una serie por exigencias del mercado y a tenor de los esquemas que rigen en la Meca del Cine. Lo que más se echa en falta es ese humor eficaz e infestado de recursos que suscitaba la cinta original, que vimos en 2005, y que en menor medida también se apreciaba en la segunda entrega, estrenada en 2008.

En esta tercera sigue habiendo brotes al respecto, pero mucho más aislados y en el seno de un relato que atraviesa altibajos y que no logra encontrar el punto justo de la inspiración. La incorporación a los dos que ya estaban de un tercer director, Conrad Vernon, no ha dado los resultados apetecidos. Y eso que hay un toque nostálgico de homenaje al circo que podía haber dado más de sí.

El eje de la trama sigue siendo esa obsesión inusitada de los animales salvajes escapados del zoológico del Central Park de Nueva York por volver a las jaulas en las que se criaron después de haber vivido la experiencia de descubrir en libertad los inigualables paisajes de la África de sus ancestros. Son, sobre todo, cuatro seres entrañables: Alex el león, que era la figura del zoológico; Marty la cebra, obsesionada por saber si es blanca con rayas negras o negra con rayas blancas; Gloria la Hipopótamo, coqueta y siempre animada y Melman, la jirafa un tanto hipocondríaca.

Aquí los vemos cuando emprenden la operación pingüino, destinada a lograr que estas simpáticas aves que han huido con los restos del avión hacia Europa los embarquen rumbo a la ciudad de los rascacielos. Los encontrarán primero en Montecarlo y más tarde en el Tirol.