No sólo aporta nuevos y estimulantes datos a una antología tan sugestiva como la de Alien, también nos permite recuperar al mejor Ridley Scott. Lo que nació como una precuela de la célebre cinta se ha erigido a la postre en un producto bastante más ambicioso y revelador que coloca sobre la mesa consideraciones más que interesantes sobre aspectos claves del origen del hombre.

Mantiene en tensión al espectador, sin altibajos perceptibles, sus dos horas de metraje.

El comienzo remite con sorprendente fidelidad a 2001, una odisea del espacio, con la nave espacial de marras, en este caso la Prometheus, en plena misión a un remoto planeta que ofrece todas las condiciones para que se haya desarrollado la vida humana y con la mayor parte de su tripulación en estado de hibernación, sometidos al control de una inteligencia superior, que en lugar de un ordenador es aquí un androide.

Estamos en el 21 de diciembre de 2093, una fecha cercana a la Navidad que coincide con la llegada de la Prometheus a su particular destino. Con sus 17 tripulantes despertados de su sueño de años, el espectador va a ser testigo destacado de una serie de inquietantes y sorprendentes hallazgos en un planeta que representa una fuente de sorpresas, buenas parte de ellas realmente terribles.

De la mano de los científicos Elizabeth Shaw y Charlie Holloway se va abriendo la vía al terror, que tiene en la insaciable y siniestra criatura xenomorfa de Alien su principal aliado. La humanidad corre un serio peligro y el problema estriba en si la expedición que ha llegado está preparada para impedir su exterminio.