No es equiparable al grupo de las comedias francesas inteligentes y privilegiadas que hemos visto en las pantallas españolas de un tiempo a esta parte y aunque tiene cosas que hay que elogiar, empezando por supuesto por la labor de una encantadora Sophie Marceau, que es el alma de la cinta, y no olvidando consideraciones a veces jugosas sobre el sexo y el matrimonio, su estatus es más bien modesto y no rinde los frutos deseados.

La guionista y directora Lisa Azuelos, que hace frente a su quinto largometraje, estuvo más entonada en su ópera prima, Mujeres a flor de piel (1995), y en Lol (2012). Aquí plantea cosas curiosas que podían haber dado más de sí e incluso ilustra determinados momentos con soluciones que demuestran un conocimiento profundo de la intimidad femenina. Se deja sentir que parte de las consideraciones que desfilan ante el espectador son tan personales que pertenecen al ámbito de sus propias experiencias.

Sin olvidar que ella misma incorpora el personaje de Anne, la esposa de François, utilizando esta circunstancia para ser más rotunda en sus planteamientos. Esta es, por otra parte, una película sobre supuestos e hipótesis, sobre la posibilidad de que lo que no es más que fruto de la imaginación se haga realidad o, al menos, así lo contemplen los protagonistas. Siempre sobre la base de un amor que adquiere para la realizadora dos realidades distintas, el eros o deseo carnal, y el «ágape » o comunión íntima. Ella aboga por la primera, que está en su opinión más unida al signo de los tiempos.

De este modo se acerca a la conciencia y a la realidad de dos personas. Ella es una escritoraque acaba de pasar por el duro trance de un divorcio y que mantiene relaciones con un hombre mucho más joven. Él, algo mayor de lo que pide el personaje, es un abogado criminalista, que vive en feliz matrimonio quince años. Los dos se conocen y aunque ambos son conscientes de que su amor es imposible, sus sentimientos mutuos son muy intensos y sus reencuentros sucesivos no hacen sino alimentar su amor.