No es una gran sorpresa porque su director, el islandés Runar Runarsson, ya se había granjeado un enorme prestigio como cortometrajista con un centenar de premios internacionales y su primer largo, Volcano, formó parte en 2011 de la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes, pero aún así no deja de llamar la atención la madurez de un cineasta que solo ha dirigido dos películas y que trabaja como un artesano con los sentimientos de sus personajes.

Lo más notable y original de su estilo es que combina los elementos autobiográficos con otros ajenos a él, logrando el milagro de una coherencia realmente sorprendente en la historia que cuenta. Por eso esta cinta se hizo con la Concha de Oro en San Sebastián y ha conmocionado a infinidad de espectadores. Sus escenarios islandeses, por otra parte, localizados en la remota población de Westfjords en el transcurso de un verano sin noches, contribuyen a aportar una luz preciosa que no solo irradia los paisajes, también y de modo especial los momentos íntimos más importantes de la película.

Centrada en el mundo de la adolescencia y del sexo, sitúa en primer término a Ari, un chico de 16 años que forma parte del coro de la iglesia, situado en una encrucijada personal muy delicada. Hijo de padres divorciados, éstos han llegado al acuerdo de que se vaya a vivir con el padre, un alcohólico al que no ve desde hace varios años, con el fin de que se abra un camino en la vida. Lo intentará, sin demasiada ilusión, trabajando en una factoría de pescado en una pequeña y perdida población. Para el muchacho va a ser una dura prueba de fuego y una lucha contra la soledad que le cae encima y la falta de amor. Con el agravante de que no es recibido con simpatía por los jóvenes de su edad y la única persona que le quiere y que le comprende, su abuela, fallece súbitamente. Un cúmulo de problemas que hay que unir al descubrimiento del sexo, que en los países nórdicos tiene un ritual especial que puede resultar chocante para algunos. Pero es precisamente en esos instantes en los que la sensibilidad y la madurez de Runarsson se hace patente.