Alcanza momentos de una gran intensidad dramática y cumple con creces su condición de alegato contra la violencia y la tortura y a favor de la reconciliación. Y resalta de forma prioritaria el amor y el afán de supervivencia.

Todo un aluvión de elementos en el seno de una historia real que tomó primero cuerpo en el libro de memorias del propio protagonista, Eric Lomax, y ahora en una película que recoge con rigor y precisión la terrible experiencia vivida por él y miles de soldados aliados que cayeron presos de los japoneses que habían invadido Tailandia y que fueron destinados a trabajar en condiciones infrahumanas, sometidos a malos tratos y a acciones humillantes, en la construcción del llamado Expreso de la Muerte, que incluía el famoso Puente sobre el Río Kwai.

Dirigida con solvencia por el australiano Jonathan Teplitzky, es la cuarta película de su filmografía, ganadora del premio del Círculo de Críticos de su país y del galardón Signis en el Festival de San Sebastián. Con unos comienzos no demasiado brillantes, que por fortuna van mejorando progresivamente en una proporción considerable, vamos entrando en la vida cotidiana del británico Eric, un hombre fascinado por la cultura del ferrocarril que se sabe de memoria todos los horarios de trenes y que sufre todavía, en 1980, los estragos de los horrores vividos en la Segunda Guerra Mundial.

Su existencia, sin embargo, va a experimentar un cambio radical por dos motivos concretos, su romance idílico con Patti, que naturalmente nace y se desarrolla en los trenes, y la inesperada e impactante noticia del que fuera su verdugo y torturador en la selva tailandesa, Takeshi Nagase, que sigue con vida y no ha sufrido castigo alguno por su macabro comportamiento en la contienda, ejerciendo además de guía de turistas en el Expreso de la Muerte.