Mucho ha llovido desde que Mel Gibson fue una de las indiscutibles estrellas del firmamento de Hollywood, galán imbatible, héroe de acción con armas letales y, de pronto, cineasta épico en "Braveheart". Pero algunas malas elecciones, sonados escándalos, reacciones poco edificantes y palabras envenenadas le sacaron del tablero. Y Gibson, que tras las cámaras se había ganado cierto respeto por unos unos y hostilidad por otros gracias a "La pasión de Cristo" y "Apocalypto", dos despliegues sin control de violencia que sepultaban a veces las historias que intentaba contar, desapareció del mapa tras protagonizar más noticias de sucesos que de espectáculos. Como actor, esta década de ostracismo ha dejado un puñado de películas insignificantes ("Al límite", "El castor"...) pero, de pronto, Gibson reaparece con una muy estimable cinta de acción en la que ya no es una cara guapa repartiendo tiros y puñetazos sino un padre avejentado, solitario y sin futuro que sale al rescate de su hija enfrentándose a unos malvados de armas temer. "Blood father" muestra a un actor mucho más contenido, sin sus conocidos excesos con las muecas, con un rostro cruzado de arrugas y mirada a ratos enloquecida que encaja a la perfección con su personaje. Y en Venecia ha estrenado como director una cinta sobre el primer objetor de conciencia en la historia estadounidense en recibir la Medalla de Honor del Congreso, y que, según las crónicas, contiene una impactante contradicción entre el mensaje pacifista que lanza y el regodeo con el que Gibson rueda las innumerables escenas de violencia. Y es que a estas alturas de la película, el viejo Mad Max no va a cambiar de forma de ser: contradictorio, políticamente incorrecto, incoherente, entusiasta, bocazas, apasionado, provocador, imprevisible, bastante retorcido y no poco intransigente. Esperemos que haya aprendido de sus errores y horrores porque como actor y director aún puede darnos alguna que otra sorpresa.