Es una verdad empírica y comprobada: generalmente, la cultura del queso es inexistente en España. Pero lo mismo sucede con el

vino (sí: mucha tontería y modernez, pero si se rasca o ahonda, sólo hay cuatro gatos que hablen con conocimiento de causa). E igualmente ocurre con el jazz y el cine, aunque ambos ya están más muertos que el cadáver que lota en la piscina de Norma Desmond al inicio de El crepúsculo de los dioses.

Es seguro que el queso les atrae y hasta les apasiona más a los ratones y ratolines que al español medio, salvo si se trata del tópico y racial manchego, curado o sin curar. La primera vez, siendo niño, que me ofrecieron queso, el camarero me preguntó: «¿El señor lo preiere curado o sin curar?». Fíjense. Tenía 9 años y ya me hablaban de usted, no como ahora. Entonces, le pregunté muy amablemente al camarero, hablándole de usted, a pesar de que era bastante mayor que yo: «Démelo curado, por favor. Nunca me comería un queso sin curar del todo y todavía enfermo». Acto seguido, le pedí un certiicado médico donde se atestiguaba que el queso curado había recibido realmente el alta médica. Me lo presentó. Y sólo entonces pude comer un par de trozos de aquel queso, acompañado con almendritas fritas y rancias, y un vaso de tinto de la cooperativa de El Provencio.

¡Qué tiempos aquellos, los del Quijote! A los españoles no les gusta el queso. Algunas autoridades en la materia apuntan que la causa

reside en su «olor a pies» (la imaginación es libre), la falta de cultura quesera (abundante en Francia, Suiza, los Países Bajos, Italia) y la atávica costumbre populista recogida en el refranero: El queso, pesado, y el pan, liviano; con buen queso y mejor vino, más corto se hace el camino; o ¿con qué se come eso?: con pan y con queso. O sea, concluyendo, una consideración primaria de esta maravilla creadora del ser humano. Los quesos.