Me dispuse a ver con ánimo recogido de espectador dispuesto a pecar disfrutando con la nueva Teresa de TVE, pero hete aquí que me salían esputos blasfemos por mi boca a los pocos minutos de rollo. Al traste, la actriz que hace de monja intrépida y poeta vibrante consiguió el milagro. Me levantó del asiento. Literal. Trataba de entenderla. Pensaba que era cosa de mala posición, de que algo entre la pantalla y mis oídos se interponía, y por eso me rebullía, estiraba el cuello, ladeaba la cabeza, ponía mis manos así, en modo orejas de elefante, pero nada, a la monja de la pantalla no había dios que le pillara el texto.

Empezaba bien la frase, pero al final engullía las palabras en un mazacote inaudible. Marian Álvarez me estropeó la noche. Estuve más pendiente de seguirla que de lo que pasaba. Claro que la comparé con Concha Velasco.

Y gana la Teresa de Jesús de Concha, gana la bellísima y austera versión de Josefina Molina del año 1984. Al principio me entusiasmó la idea de emparejar a una Teresa de nuestros días, joven, alumna de instituto, que mediante la lectura de El libro de la vida se mete en la Teresa escritora, en la monja del siglo XVI que reivindica, incluso frente a la diabólica Inquisición, el papel de la mujer, pero conforme avanzaba la historia que dirige -con excelente producción, actores solventes y música potente- Jorge Dorado, el tinglado se me venía abajo y vi como un truco fácil de guión un paralelismo sin cuento entre una vida y la otra, y el rollo dejó de funcionar.

Es verdad, y vuelvo al principio, que yo estaba más pendiente de entender la terrible pronunciación de la protagonista que de otra cosa, así que doña Concha Velasco sigue siendo mi Teresa de Ávila.