Entrar en una tribu parece fácil. Solo hay que presentarse a unas pruebas, estar dispuesta la familia a viajar, y una vez instalados en África, en América, u Oceanía, pues nada, suerte, a comer bichos, beber orines de cabra preñada, salir de caza, ponerse taparrabos, y dejar que el hijo del jefe negro de los Tamberma de Togo interprete su papel y le pida al blanco que le deje a su hembra para echar unos polvos debajo del tarajal, si lo hubiere en aquellas latitudes.

Entrar es fácil. Salir, más. Se acaba el teatro en un mes escaso, y cada cabra a su cabaña. Lo vimos el martes en Cuatro. Se acabo Perdidos en la tribu, con el triunfo de las familias Navarro y Merino, que se llevaron a casa los 75.000 euros de la productora. No está mal. El premio incluía también, y por eso ganaron, el reconocimiento de las tribus de acogida, que los consideraron iguales.

La tribu de los jueces en España no obliga a comer gusanos ni, que se sepa, hacen cola para irse a la cama con los aspirantes a formar parte de esa familia. Hay quien alcanza lo máximo en el clan, y ser jefe tiene que ser la pera. Carlos Dívar, el mártir, decide hoy si abandona el hogar o sigue, no por nada, que él tiene la conciencia tranquila, como los que se ven en el brete, y por si fuera poco sus colegas lo han exonerado de toda responsabilidad, o sea, no es un delincuente, está limpio como una patena.

Sus fines de semana a tutiplén pagados con nuestro dinero forman parte del circo. El señor Dívar, un caballero, ya sabe que por el gran jurado, puede quedarse. Pero el es mucho. Hoy, haciendo de Raquel Sánchez Silva, dirá si sigue o no en la tribu aunque sus colegas lo consideren uno de los suyos. Haga lo que haga, el sabe que está perdido. Y sin tribu.