Opinión | Más allá del Negrón

El abrigo de Rato

El desafiante comportamiento del exvicepresidente ante la justicia

El abrigo de Rato

El abrigo de Rato / Ilustración: Pablo García

El abrigo con el que se presentó Rodrigo Rato la pasada semana en la Audiencia de Madrid no sé si se habrá convertido en tendencia, pero sí al menos en objeto de debate. Que si un gabán, que si un Loden, que si un sobretodo, que si una capa a lo Sherlock Holmes. No es que esté muy puesto en la moda, pero a uno le parece cuando menos raro, de esas prendas difíciles de calificar, que se ponen para llamar la atención. Mi teoría es que, en realidad, ha rescatado de sus veraneos asturianos el viejo Dugam, nombre comercial con el que en la tierra conocíamos todo tipo de impermeables y chubasqueros allá por los años 60 y 70.

La osadía de Rato no parece corresponderse con la de un hombre de 75 años que puede ser condenado a otros tantos años de cárcel. Rato siempre ha sido altivo, de esos hombres que se creen en posesión de la verdad, de los que se sienten inmunes, de los que son capaces de llamar ignorantes a quienes los están juzgando –va por su tercer juicio– esta vez por doce delitos fiscales y otros de blanqueo de capitales y corrupción entre particulares.

El proceso avanza entre el desinterés general, más allá del abrigo y de la conocida altanería del procesado. Hablamos de delitos de hace más de veinte años, más propios de la ley de memoria histórica que de la normativa vigente. Rato no quiere admitirlo pero ya es historia, el nombre de Rodrigo Rato no dice nada a nuestros jóvenes, más allá de que era uno más de los de "la generación del pelotazo". Generación en la que, por cierto, se nos incluye a casi todos los que vivimos la época, por acción o por omisión, por corrupción política o por haber tenido dinero para comprar un apartamento en la playa.

En aquella borrachera de prosperidad, tras los lúgubres años del último felipismo marcados por la corrupción y la crisis económica, la derechona (conocida hoy como la fachosfera) incluso mantenía el mantra de que mejor elegir a políticos ricos, como Rato, porque estos no necesitaban robar y no a los desarrapados de la izquierda que se quedarían deslumbrados ante un fajo de billetes o una vulgar mariscada.

Si los jóvenes ignoran al Rodrigo Rato emblema de la corrupción de finales de los noventa y principios del nuevo siglo, más ignoran aún al Rodrigo Rato héroe de la clase media. A aquel economista implacable y serio que proporcionó mayorías absolutas al PP, que fue director gerente del FMI. Llegué a tener, por entonces, una novia que sostenía que su héroe en este mundo era Rato, porque gracias a él había podido comprarse una vivienda, su hipoteca había descendido de forma ostensible y su sueldo aumentaba todos los años por encima del IPC. Los del PP ya lo llamaban "milagro económico".

Pero el 16 de abril de 2015 sucedió algo en la vida del exvicepresidente que ni el propio Rato, instalado en las alturas, se podía imaginar. Algo que era demasiado para un hombre soberbio como él. A la puerta de su casa, un policía le puso la mano en la nuca para que su noble cabeza no tropezara con el techo del coche que le iba a llevar detenido. Como a un vulgar delincuente. Decenas de cámaras, allí sospechosamente convocadas, dejaron constancia de la denigrante escena, convertida en icono del final de una casta.

Pero Rato es mucho Rato. Levantó la cabeza. Se plantó en la Audiencia él solo, como los héroes del Oeste, sin la habitual cohorte de leguleyos. Eso sí, con su Dugam digno de admiración, con su Vespa último modelo, con su casco verde y su cartera de piel. Antes muerto que sencillo. Como si fuera un chaval a la última. Y así se presenta al tribunal a cantarles las cuarenta. A todos. Desde funcionarios a fiscales. A quienes no tachaba de ignorantes los acusaba de inútiles. Para algunos ricos de cuna –su padre ya fue condenado por evadir dinero de su Banco de Siero a Suiza–, defraudar a Hacienda u ocultar capital no es un delito. Son negocios. Ellos no se lo llevan crudo, como los pobres ladronzuelos, ellos tranquilizan sus conciencias con el argumento de que proporcionan riqueza para la sociedad.

No nos precipitemos. Hasta Rato merece un juicio justo y habrá que esperar a la sentencia. Mientras, nos podemos entretener con las fechorías de quienes, ricos o no, hicieron negocio con el suministro de mascarillas durante la pandemia. No escarmentamos.

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