Opinión | EL TRASLUZ

Abandonado a mi imbecilidad

Abandonado a mi imbecilidad.

Abandonado a mi imbecilidad. / Shutterstock

Recibí hace meses un correo electrónico de un lector que me odiaba. Su texto, más que insultante, era simplemente cruel. Advertí, al leerlo con detenimiento tras una primera ojeada, que las razones de su odio coincidían con las mías, pues tampoco puedo soportarme, aunque no encuentro el modo de librarme de mí. Como me había facilitado su teléfono (y como soy un poco masoquista), le llamé para darle las gracias por el análisis de mi personalidad, que concordaba punto por punto con el mío. De este modo iniciamos una serie de conversaciones telefónicas en las que hablábamos un poco de todo, pero especialmente de lo gilipollas que era yo. Me sabía estúpido, pero no hasta el grado que se deducía de aquel intercambio al que los dos nos hicimos adictos.

     Pasado el tiempo, quedamos un día a comer a fin de conocernos personalmente. Dejé que escogiera él primero y luego pedí que me trajeran a mí lo mismo para evitar que descubriera también mis debilidades gastronómicas. Aun así, se dio cuenta de la estratagema y sonrió frente a mi cobardía.

    -Pide lo que prefieras, hombre -intentó animarme, pero yo me mantuve en mis trece.

      Lo que me apetecía comer no me sentaba bien: es otra de las cosas por las que me doy asco: por ignorar lo que me conviene y por no escuchar las advertencias de mi cuerpo.

    En todo caso, la comida discurrió tranquila, aunque la conversación giró en torno a mis insuficiencias, que no le discutí porque estaba de acuerdo con todas y cada una de ellas. En los postres, me propuso algo que no me pareció mal: que él escribiera mis artículos, aunque continuara firmándolos yo.

     -Tú los firmas, tú los cobras, yo solo me conformo con que me los publiquen.

    El primero que me envió estaba lleno de faltas de ortografía y de disfunciones sintácticas. No me podía creer que alguien tan listo, porque lo era (hablo sin ironía) desconociera los fundamentos de la gramática. Le llamé para decírselo suavemente y se enfadó.

     -¡No seas convencional! ¡Las normas gramaticales están para romperlas -aulló antes de colgar!

    Ha dejado de telefonearme, de modo que aquí estoy de nuevo, abandonado a mi imbecilidad. A ver si aparece otro odiador en el que hallar refugio.